viernes, 28 de diciembre de 2012

Diario en un campo de barro


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A veces, paseas por la calle y pasas por delante de una casa de la que vienen llantos. Después de lo que ocurrió la otra noche con el niño y con su madre puedo imaginar cualquier cosa.

 Recuerdo los últimos meses que pasamos en nuestro pueblo, antes de que mi familia se dispersara. Ya estábamos en guerra, aunque entonces no lo sabíamos. Era una guerra extraña, no de soldados contra soldados, sino de militares contra civiles, y las víctimas eran hombre, mujeres y niños. Mis padres hacían lo posible para protegerme contra el sufrimiento. Yo me enteraba más en la calle, por lo que se contaba en el colegio, que a través de mi familia. El silencio no defiende del dolor.
Entre las delgadas paredes de estas casas está concentrado el sufrimiento del mundo. Todos los adultos tienen historias que contar, y lo hacen nada más llegar, pero luego parece que lo olvidan. Mis padres no hablan, pero tampoco otras personas con las que me cruzo. Sin embargo, de vez en cuando, en las casas se oyen llantos y gritos. A veces, siento ganas de entrar y preguntar. 


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